Manu miró por la ventanilla del pasillo contrario. Estaba deseando que el avión aterrizara. Tantas horas de vuelo habían convertido su miedo a volar en un autentico aburrimiento. Deseaba ver Madrid de nuevo. Eran ya muchos años los que faltaba, veintitres, desde que puso tierra por medio y también mucho mar. Ahora vivía en Sidney, donde trabajaba en publicidad. Tenía un buen puesto, bien remunerado, se había casado con una rubia australiana y tenía dos niñas tan rubias como ella.
El avión inició bruscamente la maniobra de aproximación.
Manu pensó en su padre. El era el motivo de su regreso. Su tía le había llamado comunicándole la extrema gravedad en la que se encontraba y le pidió por favor que volviera al menos en esa situación.
Manu no había hablado con su padre desde que se fué de España. Tenían los dos una concepción muy distinta del mundo, y desde que su madre murió se fué abriendo un abismo entre ellos.
Su tía era el unico nexo que aún le unía con Madrid. Ella informaba a Manu de todo lo que acontecía en la familia. Le escribía con frecuencia relativa. Hablaban por teléfono de vez en cuando y las pasadas navidades había estado con él en Australia.
Cuando Manu salió del avión respiró profundamente. Olía a Madrid.
Ese calor seco irrespirable le devolvió un sinfín de sensaciones.
La terminal internacional del aeropuerto no tenía nada que ver con la que dejó al marchar. Pero lo que mas le llamó la atención fue la gente, tan distinta, tan cambiada. Vestían distinto, hablaban distinto, se movían distinto.
Manu cogió un taxi en la caotica parada. Algo no había cambiado. Le indicó la dirección: hospital Gregorio Marañón y se recostó en el respaldo.
La carretera de Barcelona no había cambiado demasiado. Pero los coches eran otros, también los semáforos, los buzones, los carteles publicitarios, el túnel de Francisco Silvela. El bar "el reloj" tampoco estaba en su sitio. Pero el calor si era igual, irrespirable pero muy agradable para
Manu.
Cuando preguntó en recepción, se le agolparon los recuerdos. Habitación cuatrocientos dos. La puerta estaba abierta. Se podían ver dos camas vacías y una tercera detras de una cortina. Se acercó. Allí estaba su padre, muy cambiado y muy delgado. A Manu se le hizo un nudo en la garganta. Por un momento pensó en despertarle pero no lo hizo.
Se quedó un rato en silencio, mirándole. Le besó en la frente y salió de la habitación. Preguntó a una enfermera y bajó a la calle.
Manu necesitaba respirar. Ya casi no podía recordar a su padre, al que dejó años atras en el portal de la calle Santa Isabel. El que había visto era un distorsionado reflejo de aquel. Salió a Dr. Esquerdo y llamó a un taxi. Casi no podía respirar y el vacío le comía el estómago. El taxi volaba entre el escaso tráfico de un Madrid veraniego. La plaza de Carlos V, estaba casi igual que la dejó. Con una remozada fachada de la estación de Atocha. Miró a lo lejos a su entrañable Cuesta de Claudio Moyano, lindando con el Jardín Botánico en el que pasó tantas tardes deshollandose las rodillas.
Fué su guardería y patio de juegos durante los años que vivieron allí.
También pudo ver la peluquería, la farmacia y esa pastelería donde Manu compraba bambas de crema a la vuelta del colegio. La carnicería y la pescadería dónde le regalaban caracoles de vez en cuando. Y se acercó a su portal, el veintidos. Dudó acercarse pero lo hizo. A pesar de los años, las pequeñas reformas le mantenían practicamente igual que entonces. El mismo olor a madera y a cera del suelo, el ascensor de hierro y la portería dónde esperaba con sus hermanos el autobús de la ruta del colegio.
Se sentó en el peldaño del primer tramo de la escalera y cerró los ojos. Las imagenes de veinte años atrás se acumulaban en su cabeza. También las canciones y las voces, los rostros y los aromas.
Manu recordaba perfectamente a su padre. Le recordaba con la edad que tenía él ahora.
Podía ver su mata de pelo tan negro, y su aspecto fuerte tan sano. Hablaba y se movía como él. Incluso se recordaba a sí mismo aquella noche. Aquella en la que el atleti ganaba la copa del generalísimo.
Manu lo veía como en una película. Muy nítido. Veía a su padre increpando en broma a su madre y bebiendo cerveza. También estaba el señor Vicente, su compañero de mus, y Don Felipe, el padre de Manolito, tan pulcro tan maniático y tan pesado.
Manu se tocó en ese instante la mejilla, como en un acto reflejo. Podía incluso sentir los pellizcos que el padre de Manolito le daba mientras le llamaba bribón.
También se recordaba a sí mismo, allí en el sofá, con su pijama. Orgulloso al lado de su padre. Con su bufandita del atleti y el cromo de Luis Aragonés apretado en la mano.
Y recordó el partido, y el gol de Luis de falta directa. Y las lágrimas de su padre abrazando a don Vicente. Y los gritos de ¡Campeones, campeones! llenando todos los rincones desde el patio a la azotea. Y aquella noche tan larga en la que no durmió. De mano en mano con su pijama de Felix el gato recorriendo los bares del barrio, con don Vicente, don Felipe y su padre, y con su cromo de Luis Aragonés y su bufandita del Atleti.
Manu siempre recordará las últimas palabras de su padre antes de morir. Despertó, le miró y dijo, -"Te estaba esperando" y cerró los ojos de nuevo, esta vez para siempre.
Nunca supo si le estaba esperando a él, a la muerte o sabe Dios a quien, o si simplemente no sabía lo que decía.
El caso es que tuvo una muerte elegante. Tal como era.
jueves, agosto 30, 2007
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1 comentario:
Celebro tu vuelta.
Dos meses sin escribir es mucho para tus muchos lectores.
Fantástico recuerdo a ese madrid en blanco y negro cuando los futbolistas parecían señores mayores como luis aragonés, irureta y capón. No cómo ahora modelos de docce y gabana.
Seguiré las andanzas de Manu. No te hagas esperar tanto ...
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